--No hay de qué, misia Melchora. Tengo el mayor gusto en servirla a usted en esto y en todo lo poco que yo pueda. --Gracias, gracias. Poco después salía de mi casa la excelente señora, habiendo dejado en ella cierta atmósfera de tradición secular, de enhiesto orgullo, de olímpica y desmesurada soberbia. ¡¡DESAHUCIADO!! Señora doña Melchora Ponce del Ebro de Nuezvana. Mi distinguida y muy respetable amiga: Escribo a usted afligida por el resultado adverso de las gestiones a que me comprometí cuando tuvo usted la benevolencia de honrarme con su visita. Dimana esta aflicción mía del sufrimiento moral que a usted y a su nieto, excelente joven, lleno de merecimientos, han de causarles estas líneas, triste revelación de mis frustrados deseos de servir a usted colmando los suyos. Hablé con Inesita. Hícela una narración de cuanto usted me dijo. Cuando oyó lo de «Los Chajales» con las quince mil vacas y lo de vivir con usted, la niña rompió a llorar de gratitud. ¡Es adorable la criatura! Pero su desconsuelo no tuvo límites cuando supo el estado adolorido, mustio y desfalleciente en que se halla Carlitos. Como no terminara su llanto, pedíla se sosegase y me expusiera su verdadera intención con claridad y sin temor. Y rompió la pobrecita a parlar a borbotones, a saltos, sin precisa ilación coherente, entrecortarlas las palabras por la congoja y los sollozos. De usted y de su nieto me dijo cosas tan honrosas y justas como ustedes se merecen. Me habló luego del alma, del corazón, de la vida, de la dirección de sus sentimientos, del matrimonio. En medio de su verbosidad atropellada, fruto del aluvión tumultuario de sus emociones, díjome algunas cosas fundamentales y henchidas de un espiritualismo conmovedor. Como no es posible que yo traslade aquí todo cuanto ella me dijo en el seno de la más íntima confianza, la aconsejé que, una vez tranquilizada y recogida en su casa (la entrevista tuvo lugar en la mía), ordenara sus ideas en una carta dirigida a mí, y en la cual, con su habitual discreción, pusiera las cosas en su punto. Accedió a mi deseo. Y hoy he recibido la esquelita que le adjunto para que usted y su nieto sepan a qué atenerse. Aunque usted, misia Melchora, no necesita consejos, pudiendo, por el contrario, darlos muy atinados y oportunos, me atrevo a insinuar la conveniencia de comunicar con precaución a Carlitos la fatal noticia, pues en el estado de melancolía a que le ha conducido su amor desconsolado, pudiera tener el mismo fin de Werther, de aquel doncel alemán tan sentimental, tan tierno, el cual no hubiera servido para trompeta de órdenes de Hindenburg, pero que nos ha dejado, en cambio, el eco elegíaco de su dolor, espejo perdurable y eterno modelo de los dolores de amor. Observara usted que Inesita me llama en su carta «hermana». Sería por mi parte una deslealtad ocultar, a usted el significado de este sustantivo. Inesita está enamorada de mi cuñado Raúl y creo que ambos se han comprometido, sin más autorización que la de sus propios corazones. La familia de Inesita no lo sabe aún. Ahora bien: como Clotilde, la madre de Inesita, las tías y las hermanas de ésta son partidarias decididas de que la muchacha se case con Carlitos, héme metida en un conflicto, pues comprenderá usted que el fuero de familia me compele y obliga--a pesar de mi carácter poco dado a la lucha--a defender a mi cuñado en una pretensión que juzgo justa. Así, pues, mi respetable y querida misia Melchora, esa criatura, esa Inesita, tan rebelde a que nadie guíe su corazón, ha venido a este mundo para constituir el tormento de usted y el mío, sin contar el de Carlitos. El de usted ha terminado; el mío empieza; porque no ha de escapar a la fina penetración de su inteligencia los malos ratos que me esperan frente a la oposición de Clotilde y de sus hermanas, de las tías de Inesita, de las hermanas y cuñados de ésta, de sus primos y primas, de toda la familia, en fin, la cual es natural que prefiera para Inesita el apellido y la fortuna de un Nuezvana antes que el oscuro nombre y la casi pobreza de mi pariente. Por lo tanto, compadézcame, misia Melchora. La vida tiene imposiciones penosas y es menester afrontarlas. Como si todo esto no fuera bastante, agregue usted que mi cuñado, desde el instante en que la niña le ha dado el «sí», se ha puesto como loco y se le ha acrecentado el valor, (ya era de suyo grande), de una manera extraordinaria. Está dispuesto a atropellarlo todo si alguien tratase de violentar la voluntad de la muchacha y la suya propia, que, en este caso, forman una sola. Y dos voluntades sumadas por el amor son invencibles. Los muchachos me han convertido en amaparadora de su ideal, y no negaré a usted que este papel de potencia protectora ha hecho surgir cierta exaltación valerosa en mi espíritu naturalmente apocado. El origen del valor está en la calidad de la misión que lo suscita y promueve. Una vez más lamento lo ocurrido. Con el respecto de siempre y con afecto mayor que nunca saluda a usted su humilde amiga. =Marianela.= Queridísima hermana mía. Marianela de mi alma: Todo puedes exigirlo de mí, menos que ordene mis ideas en medio de la turbación y de las inquietudes en que vivo. Yo no tengo ideas: todo se ha convertido en mí en sentimiento inexpresable, cuya única manifestación son las lágrimas. ¿Por qué habré nacido, Dios mío? Mi existencia sólo sirve para hacer sufrir a los demás, sin culpa mía, bien lo sabes. ¡Ay, Marianela! Te escribo desde mi cuartito, a las dos de la mañana. Todos duermen en casa. Se han pasado el día atosigándome con sus planes, que no son los míos. La ventana está abierta. Las estrellas me envían sus resplandores. En medio del divino y luminoso ramo celeste fulgura mi estrella, la del Norte, remedo vivo de la fijeza de mi corazón. El astro adquiere figura de rostro humano... y a él van mis ojos imantados por su atracción irresistible. Perdona si al hablarte del estado de mi espíritu recurro a las gloriosas alturas. Ello sólo indica que me faltan los medios de expresión humana. Cuando no podemos desahogar el alma de las cosas confusas y sin nombre que en ella laten, a través de los ojos de la carne, inundados de lágrimas, los ojos del espíritu se levantan al cielo, al gran misterio, y allí quedan posados en muda contemplación, suspenso el tiempo, suspensa la vida misma. Yo no sé lo que te digo, Marianela, porque la onda de mis emociones me anonada y confunde, haciendo imposible todo discernimiento claro y ordenado. Acumula todos los amores que han merecido el canto sublime de los poetas y de los genios, y no serán, reunidos, pálido reflejo del que yo siento por quien tú sabes. El cielo, mi cielo, el universo, el mío, la eternidad, mi eternidad, la gloria de las glorias, la mía, todo se concentra en él: y todos los caminos, los de esta vida y los de la otra, son calvarios y sendas de espinas sin su compañía y sin el brazo suyo para conducirme. Mi alma ya no es mía; está trasfundida en otra. Mi corazón ha perdido su ritmo propio para latir a compás de otro. Mis ensueños navegan por el mar infinito de la eternidad, dulcemente sometidos a la brújula que Dios me ha dado. Si estas palabras no sirven para revelarte el estado de mi espíritu, inventa tú las que quieras para reflejarlo, en la seguridad de que no existe en el vocabulario término alguno que alcance a reflejar mi éxtasis, el arrobamiento de este amor mío. Pocas palabras más. ¿Crees tú que en tal estado de espíritu puedo ni debo engañar a nadie, ni a mí misma? Yo deploro la actitud de toda mi familia. Mi pobre madre, mis tías, mis hermanas, mis cuñados, todos quieren que yo sea feliz, ¡quién no duda! Pero no se es feliz a la manera de los demás, sino a la propia manera. Yo creo en el desinterés de todos y que en realidad se persigue mi dicha exclusivamente, sin preocuparse de que, de soslayo, alcance también a otros. Ahora bien: la casada he de ser yo, y nadie mejor que yo misma puede entender mi dicha. Respecto a Carlitos, no puedes imaginarte cuánto siento no poder corresponder a la vehemencia de su pasión, que nada hice--bien lo sabe él--por alentar ni infundir. Es un joven distinguidísimo, bueno, lleno de méritos; y, en virtud de estos mismos merecimientos, no debe ser engañado con una correspondencia fingida de que yo soy incapaz. Se curará de su pasión, me olvidará. Con su apellido, su fortuna, su generoso espíritu y bello carácter, que valen más que apellido y fortuna, encontrará otra más digna que yo de los tesoros de su amor. Yo no puedo ofrecerle más que mi simpatía y mi gratitud por haber descendido a poner su ideal en mi humilde persona. Por lo que toca a misia Melchora, me conmueve su generosidad. «Los Chajales» constituyen un verdadero reino; pero yo sería allí una reina int --Cierto--dice la de Esquilón;--pero era distinto que ahora; entonces estaban María Rosa y Teresa, que son muy discretas y muy distinguidas, y sabían muy bien sustituir la falta de presidenta en las fiestas sociales. Ellas daban tono al gobierno con su ingenio y con su conversación espiritual. Don Victorino podía estar tranquilo: había presidentas. Yo soy muy amiga de ambas y constantemente hablábamos de política. --Pues yo--dice Petrona,--cuando quería saber algo de candidaturas ministeriales y altos empleos me valía de Anita. Claro que yo no soy amiga de Anita, de una ama de llaves; me lo impide mi condición social; pero me hice muy amiga de una familia modesta que tiene relación con Anita y, por ahí, lo sabía todo. De algún medio hay que valerse para estar enterada. Pero ahora ¡qué cosa! ¿no? no hay forma de saber nada. Me canso de esta labor taquigráfica para tomar al pie de la letra una sesión política tan importante y trascendental. Y hago punto. Sólo agregaré mi satisfacción y contento por haber hecho las paces con Petrona, tan buena y tan amante de los suyos... LA ABUELA DEL REY DE LOS CIPRESES, O EL ORGULLO ANCESTRAL El portero me trae una tarjeta: «Es una señora vie-jita--dice--, y pregunta si la señora puede recibirla». Leo: Melchora Ponce del Ebro de Nuezvana. Ordeno que la hagan pasar a un saloncito. «Díganla que tenga la bondad de esperarme un momento». Y en seguida llamo a mi doncella para que me ayude a ponerme un traje de circunstancias, un vestido negro, de cierta severidad, pues me parece que la entrevista va a ser grave. Mientras me visto procuro dominar el desasosiego que me ha invadido al leer la tarjeta. ¡Misia Melchora en mi casa! Es necesario dominar los nervios y ordenar las ideas. Seguramente viene a hablarme de la pretensión de su nieto, Carlitos Nuezvana, el rey de los cipreses, respecto a Inesita, mi querida protegida, mi futura hermana. Quizá me proponga que la ayude a concertar el matrimonio. ¡Pobre señora! No sabe lo que ocurre. Confieso que la entrevista me resulta un poco imponente. No es para menos. Misia Melchora es lo más alto entre lo más eminente o empingorotado de nuestra sociedad. Sus apellidos, así los propios como el de su consorte, fallecido 25 años hace, significan doble tradición, colonial y patricia. Un Nuezvana fue virrey del Perú, caballero ostentoso que imitaba en Lima el boato borbónico, según cuenta Ricardo Palma en sus apologías de aquellos magnates. Otro Nuezvana fue obispo y dio lustre con sus austeras virtudes a la iglesia naciente de Chuquisaca. Oidor de Charcas fue otro Nuezvana. Ignoro lo que oiría en Charcas este oidor. La fama de los Ponces y de los Ebros data aún' de más antiguo. Uno de los Ponces vino de piloto en la expedición de don Pedro de Mendoza. Luego pasó al Paraguay y fundó varios pueblos que siguen casi lo mismo que cuando él puso la primera piedra. Un Ebro fue capitán de una de las «naos» de Gaboto. Otro acompañó a Alonso de Vera y Aragón en las exploraciones del río Bermejo, y se internó en el Chaco, creyendo que eran de oro los quebrachos. Por espacio de tres siglos figuran estos apellidos, llevados por frailes, navegantes, militares, corregidores, adelantados, oidores, etc., en los cronicones de los diversos virreinatos de la era colonial, advirtiéndose su andariega presencia desde Méjico hasta la Asunción, pues el antiguo español aprendía la geografía andando. Después, en la edad moderna, los Nuezvanas, Ponces y Ebros--descendientes, naturalmente, de los anteriores--alcanzaron tanto o mayor esplendor que sus tataradeudos. Un Ponce fue coronel de la independencia y brilló por su bizarría en Ayacucho. Un Nuezvana, licenciado en derecho canónico, orador ampuloso y ergotista, figura entre los que proclamaban la necesidad de una restauración monárquica como régimen argentino. Los Nuezvanas siempre fueron algo fastuosos. Un Ebro, militar aguerrido, tuvo gran importancia en las guerras gauchas, combatiendo al Chacho y a Facundo Quiroga. Hubo también, así en los tiempos antiguos como en los modernos, otros Nuezvanas, Ponces y Ebros insignificantes y oscuros; pero misia Melchora sólo considera como suyos a los que figuran en la historia. Y existe en su espíritu, en cuanto a legítimo orgullo, cierta dualidad: suele gloriarse a veces de su rancio abolengo y timbres hispánicos; y otras, en cambio, envanécese del justo honor dimanado de sus ascendientes patricios. Como los nombres son los mismos, originarios unos de otros, la gloria de misia Melchora asume cierto carácter de guerra civil, familiar y casi doméstica, en la cual los manes heterogéneos libran gran trifulca e histórica zarabanda. Pero misia Melchora aviene y concilia las memorias, atribuyendo a todos sus ascendientes por línea propia y marital, ya sean personajes coloniales, ya proceres argentinos, las cualidades de la hidalguía castellana, llena de soberbia altivez y de un orgullo cuyos límites alcanzan a los cuernos de la luna. Uno de los motivos de envanecimiento de misia Melchora es la existencia actual del duque de Nuezvana, que tiene el derecho, como grande de España, de presentarse cubierto ante los reyes. Pertenece a los Nuezvanas que no salieron nunca de la península, esperando los tesoros de los Nuezvanas indianos y medrando políticamente con los méritos de sus conquistas, exploraciones y hazañas en los desiertos de Indias. Por todas estas circunstancias, misia Melchora, a semejanza del grande, de España, viene a ser «la grande» de Buenos Aires. Pero todos estos timbres valdrían muy poco socialmente en nuestra democracìa si no estuviesen fortalecidos por una fortuna colosal. Y esta fortuna se debe precisamente a un Nuezvana oscuro y a un Ponce y un Ebro insignificantes. En tiempos de Carlos III, este Nuezvana grís y opaco se apañó, por concesión real, los mejores campos, ahí no más, junto a las casas de Buenos Aires. Un Ponce fué abastecedor de los ejércitos que realizaron la conquista del desierto. El estado le pagó en tierras que después han valido un dineral; se adueñó de media Pampa Central. Y un Ebro, casi contemporáneo, hombre de matemáticas, educado en Inglaterra, obtuvo, al iniciarse las empresas ferroviarias, diversas concesiones de caminos de hierro, que luego cedió a los ingleses por sendas libras esterlinas. Este Ebro no construyó ningún camino, pero hizo el suyo admirablemente. Las tres ramas--Nuezvana, Ponce y Ebro--fueron poco fecundas y todo vino a caer en manos de mi distinguida visitante y de dos hermanas estériles, ya difuntas, a quienes heredó misia Melchora. Esta excelente señora hubo de su matrimonio un hijo, padre de Carlitos Nuezvana, y varias hijas, casadas con lo mejorcito de nuestra sociedad. Así, pues, misia Melchora es archimillonaria. Sus estancias no tienen fin. Mi cuñado Raúl, a quien le da por hacer ironías con las matemáticas, ha hecho un cálculo, según el cual, puestos en línea recta los alambrados de los campos de misia Melchora, resultan más largos que las vallas de alambre electrizado de las trincheras europeas, que llegan desde Bélgica hasta el Danubio. Por lo demás, misia Melchora es una distinguidísima matrona. Su defecto principal, el orgullo, está, en parte, justicado por su grande y doble abolengo y el resto, que es mucho, procede de la atmósfera de adululación en que vive, pues tanto sus hijas (su único hijo, el padre de Carlitos, murió) como sus nietos y yernos--sobre todo los yernos--se desviven por complacerla, persiguiendo, según malas lenguas, que nunca faltan, el quinto testamentario, que constituye un pico superior al de la Mirándola. Todo esto ha estropeado un poco el carácter de misia Melchora, haciéndola adquirir una idea desmesurada de sí misma. Por Carlitos siente verdadera idolatría, entre otras razones, por ser el único nieto que lleva el apellido de Nuezvana, ilustrado por un virrey del Perú, por un obispo de Chuquisaca, por un oidor de Charcas, por un duque y grande de España y por la propia misia Melchora. Calculad ahora mi inquietud ante esta entrevista. Yo la conozco un poco; pero he mantenido siempre con ella un trato ceremonioso. Acabada de vestir, me doy un par de vueltas en el espejo, ensayando gestos y posturas de cierta gravedad; procuro, a la vez, serenarme, y me dirijo al saloncito con paso firme, no exento de parsimonia. --¡Misia Melchora! ¡qué sorpresa!... --¿La sorprende a usted mi visita? --Me sorprende y me halaga que usted se haya servido honrar mi casa con su presencia. --Muchas gracias, Marianela. --Está usted cada día más joven--la digo, aunque, en realidad, parece una pasita, pero encendida y vibrante aún por el calor del orgullo. --No me diga, Marianela; estoy ya concluyéndome, llena de achaques, hecha una ruina. Por un lado, los años--¡76, Marianela!--; por otro, los disgustos, que nunca faltan. --¿Disgustos, usted, misia Melchora?... --Disgustos, sí, hija mía, disgustos. Precisamente vengo a hablar con usted de un asunto que me trae profundamente disgustada. Y es más: vengo a pedirla que me ayude a resolver el problema. --Si tiene solución y yo puedo, cuente usted conmigo, misia Melchora. --Puede usted... es decir... yo creo que puede ayudarme. Y vamos al asunto. Sabe usted, como yo--mejor que yo quizá--que Carlitos, mi nieto, se ha enamorado como un loco de Inesita, la niña de Clotilde Rodríguez de Garaizábal. Mi nieto no vive, no duerme, ni descansa, pensando en ella. Está desesperado, aunque ello sea impropio de la compostura y serenidad propias de los Nuezvanas. Pero el amor es el amor, y avasalla y enloquece a todas las clases sociales. Imagínese cómo estará el muchacho, que ya ni se peina, que era antes su principal cuidado. No sale de casa, y se pasa el día en sus habitaciones, en pijama y desgreñado. Apenas come; ha perdido no sé cuántos kilos. Está pálido como la cera y tiene un mirar entre loco y moribundo, unas veces lánguido, otras furioso. Yo no sé ya qué hacer. Me he asustado mucho, porque... ¡le viera usted!... da pena; se ha quedado como un hilo. He llamado a Güemes; pero ¡qué va a hacer Güemes en esto! Después de verle, al irse, me ha palmeado a mí--ya sabe usted que Güemes es lo más cariñoso--y me ha dicho, riéndose, que el diagnsótico lo haría, mejor que él, alguna muchacha, y que la más eficaz medicina para Carlitos está en el sacramento con música de marcha nupcial. --El doctor Güemes no sólo es un gran clínico, sino también un gran psicólogo. --Está en todo, hijita. ¡Qué hombre! En cuanto le ha visto, le ha adivinado el mal. Pero, claro, es un mal en que él no puede hacer nada. En los ojitos apagados de misía Melchora tiemblan dos lágrimas. --¿Y ella?--preguntó. --Pues ahí está el cuento. No le ha desairado del todo. Pero no le hace tanto caso como al principio. Ahora parece que le rehuye. ¿Qué pretenderá esa niña? No tiene en qué caerse muerta y... --Todos tenemos en qué caernos muertos, señora. Si no ¿dónde iríamos a parar? Y el desinterés, sobre todo en esta época, es una virtud bastante rara. --Ya sé que la quiere usted mucho. --Cierto; la quiero; es una niña muy interesante. --Y que la protege usted. --Yo, señora, puedo proteger muy poco. Además, Inesita no necesita protección. La protegen su propia belleza y su alma incomparable. --Pues yo protejo a toda su familia. Si no fuera por mí, ya estarían fundidos. Cierto que Clotilde y sus hermanas, las tías de Inesita, me corresponden, haciendo cuanto pueden por vencer la resistencia de la muchacha y arreglar esta boda en que se halla comprometido mi amor propio y el de toda mi familia. Ningún Nuezvana ha sido nunca desdeñado en la sociedad de Buenos Aires. Carlitos podría dirigirse a la principal niña argentina, a la primera fortuna y al primer apellido, en la seguridad de que no sería rechazado. Pero se le ha metido en la cabeza que ha de ser con esa muchacha, «¡O ella, o la muerte!»--me ha dicho con una firmeza que me ha dejado aterrada. Yo no sé qué hechizo, qué seducciones, qué encantos encuentra en esa niña. --¡Ah, es encantadora!... --Sí... no es fea; pero, vamos, no es ninguna cosa del otro mundo. --No, señora, es de este mundo; una belleza mortal, pero digna de ser inmortal. --Además, carece de fortuna. --El poco caso que hace Dios de la plata se nota por la gente a quien se la concede--respondo gravemente y un poquito amostazada; pero misia Melchora no comprende este concepto místico, escudo con que los pobres se defienden contra la vanidad de los ricos. --Carece, igualmente, de apellido. --No, misia Melchora, eso no; lleva uno muy bonito, muy sonoro, muy armonioso: Garaizábal. Además, con cualquier apellido es posible la vida. La aristocracia, bien mirada, es lo mismo que la democracia. Todo surge de la nada y vuelve a la nada, misia Melchora. --Pero mientras se vive, conviene ser alguien en el mundo. --Nacemos, sufrimos, morimos y nos olvidan. He ahí todo. El resto es espuma, aire, humo, ruido. Pero, Inesita es alguien. Y si no, pregúnteselo usted a su nieto. --El amor es loco, Marianela. --Es la única locura sensata. Hay otras, el orgullo el envanecimiento, la soberbia, que son mucho más insensatas. Pero todos padecemos estos defectos. Ahora bien: debemos aplicar la reflexión a reprimirlos todo lo posible; porque, si la vanidad de los demás resulta intolerable cuando lastima la nuestra, pasa igual a los otros cuando la nuestra lastima la suya. El trato social se hace posible a fuerza de limarnos todos un poquito. --Bien, Marianela. Volvamos a nuestro asunto. --Volvamos, misia Melchora. --Mi nieto es bueno; usted le conoce. Yo le he educado muy bien, en Inglaterra y en Francia. Es un muchacho sin vicios. No ha estudiado una carrera porque, gracias a Dios, no la necesita. Comenzó a ir a la Facultad; pero le daban vahídos, sobre todo cuando estudiaba derecho romano. Entonces yo le dije que lo dejara. De todos modos, no había de defender pleitos. Así que, ¿para qué estudiar? Luego, el país está lleno de doctores, y ya es más distinguido no serlo. Desde entonces se dedicó a leer novelas francesas; las conoce todas. Y así ha completado su educación, que no deja nada que desear. Yo había pensado, si se casara con esa niña, regalarles «Los Chajales», un campo de veinte leguas, con quince mil vacas; esto para sus gastos, aunque no gastarían nada, porque yo desearía que vivieran conmigo, en mi palacio de la Avenida Quintana, pues no quisiera que mi nieto saliera de mi casa. De todo esto he hablado con Clotilde y está encantada de la idea. Yo necesito compañía, Marianela, y, claro, aunque quiero profundamente a todos mis nietos, siento cierta preferencia por Carlitos, porque es el que ha de perpetuar un gran apellido; es un Nuezvana, y con esto está dicho todo: Por otra parte--ya se lo he dicho a Clotilde,--una vez casados los muchachos, todas nuestras cuentas quedarían arregladas; todo se quedaría en casa, unidas para siempre las dos familias. Clotilde me asegura que su hija se casará con mi nieto. Ella, claro, hace todo lo que puede, por respeto a mí y porque, realmente, le parece bien la boda. Pero... no sé... me parece que la muchacha no está decidida. Y yo quiero salir de una vez del paso. Por eso he venido a verla a usted. --¿Y qué puedo hacer yo? --Clotilde me ha dicho que usted tiene mucha influencia sobre su hija. --Ignoro la influencia que pueda yo ejercer en esto sobre ella. Y diga usted, misia Melchora: si Clotilde, a viva fuerza, quieras que no quieras, obligara a su hija a casarse, ¿usted aceptaría para su nieto un matrimonio así formado? --Todo, menos un campanazo; todo, menos que mi nieto, un Nuez vana, quede desairado y en ridículo. --¿De manera que usted cree que es más ridículo que Inés no acepte a su nieto, suponiendo que no le quiera, pues yo no lo sé, que casarse con él no queriéndole? --Yo no puedo aceptar una situación ridícula ante todo Buenos Aires. --¿Y qué culpa tiene Inés en ello? --Es cierto; no tiene ninguna culpa. Pero, en fin, yo he venido a verla a usted, por consejo de Clotilde, para que influya sobre la voluntad de la muchacha. ¿Quiere usted hacerme este favor? ¿Le parece a usted mi nieto digno de ella? --Dignísimo, misia Melchora. Por lo demás, yo sólo prometo a usted hablar a Inesita y contarla todo lo que usted me ha dicho, lo de «Los Chajales», que es seductor, y lo de vivir con usted una vez casada, que aun es mucho más seductor que «Los Chajales». Respecto a influir en su espíritu, ya no respondo; eso es muy delicado, pues si no fuera todo lo feliz que merece, mi tormento duraría toda mi vida. --¿Y cree usted que existe alguna niña que no sea feliz con el apellido y con la fortuna de un Nuezvana? --Sí, señora, lo creo; es posible, aunque parezca absurdo. Porque nos casamos, antes que con el apellido y la fortuna, con la persona. El matrimonio es, ante todo, un negocio espiritual, y puede haber apellido y fortuna, y no haber espíritu. --Si ha existido espíritu en los Nuezvanas, la historia lo dice. --Sí... pero Inesita no se va a casar con la historia, con un Nuezvana pasado, sino con uno viviente, que acaso no llegue a entrar en la inmortalidad, como sus antepasados. --Bueno; lo que deseo, en resumen, es una respuesta definitiva, porque, con Clotilde, ya no me entiendo; no sé a qué atenerme; ella dice que sí, lo desea, lo sé; pero nunca me trae la respuesta de la muchacha. Y esto es lo que yo deseo. ¿Se compromete usted a darme esta respuesta? --Me comprometo. Hablaré con Inés, y la sacaré a usted de dudas. --Gracias, Marianela. --No hay de qué, misia Melchora. Tengo el mayor gusto en servirla a usted en esto y en todo lo poco que yo pueda. --Gracias, gracias. Poco después salía de mi casa la excelente señora, habiendo dejado en ella cierta atmósfera de tradición secular, de enhiesto orgullo, de olímpica y desmesurada soberbia. ¡¡DESAHUCIADO!! Señora doña Melchora Ponce del Ebro de Nuezvana. Mi distinguida y muy respetable amiga: Escribo a usted afligida por el resultado adverso de las gestiones a que me comprometí cuando tuvo usted la benevolencia de honrarme con su visita. Dimana esta aflicción mía del sufrimiento moral que a usted y a su nieto, excelente joven, lleno de merecimientos, han de causarles estas líneas, triste revelación de mis frustrados deseos de servir a usted colmando los suyos. Hablé con Inesita. Hícela una narración de cuanto usted me dijo. Cuando oyó lo de «Los Chajales» con las quince mil vacas y lo de vivir con usted, la niña rompió a llorar de gratitud. ¡Es adorable la criatura! Pero su desconsuelo no tuvo límites cuando supo el estado adolorido, mustio y desfalleciente en que se halla Carlitos. Como no terminara su llanto, pedíla se sosegase y me expusiera su verdadera intención con claridad y sin temor. Y rompió la pobrecita a parlar a borbotones, a saltos, sin precisa ilación coherente, entrecortarlas las palabras por la congoja y los sollozos. De usted y de su nieto me dijo cosas tan honrosas y justas como ustedes se merecen. Me habló luego del alma, del corazón, de la vida, de la dirección de sus sentimientos, del matrimonio. En medio de su verbosidad atropellada, fruto del aluvión tumultuario de sus emociones, díjome algunas cosas fundamentales y henchidas de un espiritualismo conmovedor. Como no es posible que yo traslade aquí todo cuanto ella me dijo en el seno de la más íntima confianza, la aconsejé que, una vez tranquilizada y recogida en su casa (la entrevista tuvo lugar en la mía), ordenara sus ideas en una carta dirigida a mí, y en la cual, con su habitual discreción, pusiera las cosas en su punto. Accedió a mi deseo. Y hoy he recibido la esquelita que le adjunto para que usted y su nieto sepan a qué atenerse. Aunque usted, misia Melchora, no necesita consejos, pudiendo, por el contrario, darlos muy atinados y oportunos, me atrevo a insinuar la conveniencia de comunicar con precaución a Carlitos la fatal noticia, pues en el estado de melancolía a que le ha conducido su amor desconsolado, pudiera tener el mismo fin de Werther, de aquel doncel alemán tan sentimental, tan tierno, el cual no hubiera servido para trompeta de órdenes de Hindenburg, pero que nos ha dejado, en cambio, el eco elegíaco de su dolor, espejo perdurable y eterno modelo de los dolores de amor. Observara usted que Inesita me llama en su carta «hermana». Sería por mi parte una deslealtad ocultar, a usted el significado de este sustantivo. Inesita está enamorada de mi cuñado Raúl y creo que ambos se han comprometido, sin más autorización que la de sus propios corazones. La familia de Inesita no lo sabe aún. Ahora bien: como Clotilde, la madre de Inesita, las tías y las hermanas de ésta son partidarias decididas de que la muchacha se case con Carlitos, héme metida en un conflicto, pues comprenderá usted que el fuero de familia me compele y obliga--a pesar de mi carácter poco dado a la lucha--a defender a mi cuñado en una pretensión que juzgo justa. Así, pues, mi respetable y querida misia Melchora, esa criatura, esa Inesita, tan rebelde a que nadie guíe su corazón, ha venido a este mundo para constituir el tormento de usted y el mío, sin contar el de Carlitos. El de usted ha terminado; el mío empieza; porque no ha de escapar a la fina penetración de su inteligencia los malos ratos que me esperan frente a la oposición de Clotilde y de sus hermanas, de las tías de Inesita, de las hermanas y cuñados de ésta, de sus primos y primas, de toda la familia, en fin, la cual es natural que prefiera para Inesita el apellido y la fortuna de un Nuezvana antes que el oscuro nombre y la casi pobreza de mi pariente. Por lo tanto, compadézcame, misia Melchora. La vida tiene imposiciones penosas y es menester afrontarlas. Como si todo esto no fuera bastante, agregue usted que mi cuñado, desde el instante en que la niña le ha dado el «sí», se ha puesto como loco y se le ha acrecentado el valor, (ya era de suyo grande), de una manera extraordinaria. Está dispuesto a atropellarlo todo si alguien tratase de violentar la voluntad de la muchacha y la suya propia, que, en este caso, forman una sola. Y dos voluntades sumadas por el amor son invencibles. Los muchachos me han convertido en amaparadora de su ideal, y no negaré a usted que este papel de potencia protectora ha hecho surgir cierta exaltación valerosa en mi espíritu naturalmente apocado. El origen del valor está en la calidad de la misión que lo suscita y promueve. Una vez más lamento lo ocurrido. Con el respecto de siempre y con afecto mayor que nunca saluda a usted su humilde amiga. =Marianela.= Queridísima hermana mía. Marianela de mi alma: Todo puedes exigirlo de mí, menos que ordene mis ideas en medio de la turbación y de las inquietudes en que vivo. Yo no tengo ideas: todo se ha convertido en mí en sentimiento inexpresable, cuya única manifestación son las lágrimas. ¿Por qué habré nacido, Dios mío? Mi existencia sólo sirve para hacer sufrir a los demás, sin culpa mía, bien lo sabes. ¡Ay, Marianela! Te escribo desde mi cuartito, a las dos de la mañana. Todos duermen en casa. Se han pasado el día atosigándome con sus planes, que no son los míos. La ventana está abierta. Las estrellas me envían sus resplandores. En medio del divino y luminoso ramo celeste fulgura mi estrella, la del Norte, remedo vivo de la fijeza de mi corazón. El astro adquiere figura de rostro humano... y a él van mis ojos imantados por su atracción irresistible. Perdona si al hablarte del estado de mi espíritu recurro a las gloriosas alturas. Ello sólo indica que me faltan los medios de expresión humana. Cuando no podemos desahogar el alma de las cosas confusas y sin nombre que en ella laten, a través de los ojos de la carne, inundados de lágrimas, los ojos del espíritu se levantan al cielo, al gran misterio, y allí quedan posados en muda contemplación, suspenso el tiempo, suspensa la vida misma. Yo no sé lo que te digo, Marianela, porque la onda de mis emociones me anonada y confunde, haciendo imposible todo discernimiento claro y ordenado. Acumula todos los amores que han merecido el canto sublime de los poetas y de los genios, y no serán, reunidos, pálido reflejo del que yo siento por quien tú sabes. El cielo, mi cielo, el universo, el mío, la eternidad, mi eternidad, la gloria de las glorias, la mía, todo se concentra en él: y todos los caminos, los de esta vida y los de la otra, son calvarios y sendas de espinas sin su compañía y sin el brazo suyo para conducirme. Mi alma ya no es mía; está trasfundida en otra. Mi corazón ha perdido su ritmo propio para latir a compás de otro. Mis ensueños navegan por el mar infinito de la eternidad, dulcemente sometidos a la brújula que Dios me ha dado. Si estas palabras no sirven para revelarte el estado de mi espíritu, inventa tú las que quieras para reflejarlo, en la seguridad de que no existe en el vocabulario término alguno que alcance a reflejar mi éxtasis, el arrobamiento de este amor mío. Pocas palabras más. ¿Crees tú que en tal estado de espíritu puedo ni debo engañar a nadie, ni a mí misma? Yo deploro la actitud de toda mi familia. Mi pobre madre, mis tías, mis hermanas, mis cuñados, todos quieren que yo sea feliz, ¡quién no duda! Pero no se es feliz a la manera de los demás, sino a la propia manera. Yo creo en el desinterés de todos y que en realidad se persigue mi dicha exclusivamente, sin preocuparse de que, de soslayo, alcance también a otros. Ahora bien: la casada he de ser yo, y nadie mejor que yo misma puede entender mi dicha. Respecto a Carlitos, no puedes imaginarte cuánto siento no poder corresponder a la vehemencia de su pasión, que nada hice--bien lo sabe él--por alentar ni infundir. Es un joven distinguidísimo, bueno, lleno de méritos; y, en virtud de estos mismos merecimientos, no debe ser engañado con una correspondencia fingida de que yo soy incapaz. Se curará de su pasión, me olvidará. Con su apellido, su fortuna, su generoso espíritu y bello carácter, que valen más que apellido y fortuna, encontrará otra más digna que yo de los tesoros de su amor. Yo no puedo ofrecerle más que mi simpatía y mi gratitud por haber descendido a poner su ideal en mi humilde persona. Por lo que toca a misia Melchora, me conmueve su generosidad. «Los Chajales» constituyen un verdadero reino; pero yo sería allí una reina intrusa, puesto que no puedo dar, en cambio, mi corazón, que ya no me pertenece. No merece tampoco misia Melchora ser engañada. Yo no puedo entrar en aquella casa, llena de tradición caballeresca, de noble altivez, de epopeya histórica. Me sentiría confundida ante los retratos que sirven de ornamento sagrado a los salones. El virrey, los conquistadores, el obispo de Chuquisaca, el oidor de Charcas, los patricios de la Independencia, el grande de España, todos los Nuezvanas, Ponces y Ebros que honran con sus virtudes las páginas de la historia, cobrarían vida en sus cuadros para mirarme airadamente y decirme: «¡Sal de aquí, falsaria, mentirosa, hipócrita, codiciosa!». Y tendrían razón. Yo andaría por aquellos salones azorada, aturdida, llena de vergüenza. Y las voces seguirían: «has venido aquí por dorar con los nuestros tu apellido oscurísimo; te has casado con Carlitos para apoderarte de «Los Chajales» y de toda la fortuna que nosotros legamos a nuestros descendientes; tú no estás enamorada de Carlitos, sino de sus tesoros: ¡eres una pérfida, una ambiciosa vulgar, una mujer despreciable, indigna de llevar nuestro nombre hidalgo y heroico!». ¡Ay, qué miedo, sobre todo cuando me mirara monseñor Nuezvana, el obispo de Chuquisaca, y me amenazara con el infierno, bien merecido por cierto! La misma mirada de misia Melchora no podría resistirla cuando escudriñara mis verdaderos sentimientos. ¡No, no!; pobreza, oscuridad, fatiga, todo es preferible a este remordimiento, a verse interrogada por tantos varones ilustres que fueron espejos de santidad y cifra y compendio de todas las virtudes caballerescas. Yo espero que misia Melchora, heredera de toda esta tradición, que ella sabe mantener tan dignamente, hallará buenas mis razones y guardará un poco de simpatía para esta pobre muchacha. Te abraza con todo su corazón. =Inés= Indudablemente, esta Inesilla no vive en nuestra época. Y ello nos va a proporcionar a todos bastantes disgustos. LA VIUDA DE ESQUILÓN VA A MAR DEL PLATA Pocas veces sufro de tedio. Mi propia vida interior, cuando la externa no ofrece interés, basta para entretenerme. Sin embargo, sentíme ayer tarde acometida por invencible melancolía. «¿Qué hacer?»--me dije--. Y para combatir la murria, ocurrióseme ir a visitar a mi amiga Margarita, la viuda de Esquilón, en quien la sensibilidad y estado de ánimo constituyen siempre un divertido espectáculo. Pedí el automóvil y partí, rumbo a la Avenida Quintana, donde vive mi amiga en su magnífico palacete. Entré de rondón en la casa. Todo estaba en ella revuelto, con ese desorden precursor de una mudanza. Los armarios de par en par, y por todas partes baúles abiertos, grandes y pequeñas cajas, enseres de todo linaje. La servidumbre iba y venía de un lado a otro, trasladando ropas, sombreros y trebejos diversos. Saliendo de una habitación interna, apareció Margarita, envuelta en una ligerísima bata, sofocada, jadeante, encendida. Me tendió sus torneados y blancos brazos. --¡Marianela!!!... --¿Pero qué barullo es éste? ¿Levantas la casa? ¿Te mudas? --Preparándome para Mar del Plata. Hace una semana, hijita, que estoy trabajando como una negra, preparándolo todo, y nunca se acaba. Las modistas se han demorado, y, por fin--¡ay, gracias a Dios!--hoy han traído lo que faltaba. --¡Pues no llevas poco equipaje! --Catorce baúles y veinte cajas. No se puede meter todo en menos espacio. Vienes admirablemente, Marianela, con una oportunidad que... ¡ni que te hubiera llamado, hijita! Porque quiero consultarte, sobre algunos vestidos... y también quiero que veas los sombreros...; a ver qué te parecen...; yo confío mucho en tu gusto...; tienes que ver también cuatro trajes de baño distintos... son preciosos... es decir, veremos lo que te parecen. Margarita habla atropelladamente, como si las sensaciones y las «ideas» no dieran lugar, en su afluencia vertiginosa, a la ordenación y concierto de la palabra. --Me voy a poner el corsé--dice--para probarme los trajes: yo me los pruebo y tú apruebas o desapruebas. ¿Te parece? ¿Conforme? ¡Dí que sí! --Sí, mujer, sí. No me dejas hablar. Tú te lo dices todo. --Bueno... voy a ponerme el corsé. --¿Quieres que te ayude? --Como quieras; pero estoy muy ágil; un poco fatigada no más por los baúles; porque no me fío de las muchachas; a lo mejor, se olvidan de lo más esencial. Y luego le hacen hacer a una el gran papelón. La ayudo a ponerse el corsé. No necesita este entallamiento artificial, porque su cuerpo es perfecto, armonioso, de líneas correctísimas, dignas de los cinceles que inmortalizaron el arquetipo de la belleza clásica. --¡Estás lindísima, hijita!--exclamo, mientras corro los cordones del corsé. --Como si no me hubiera casado--dice ella, resumiendo en esta frase todo cuanto se puede decir de la frescura de su cuerpo. Nos vamos a una salita, donde hay un espejo de cuerpo entero. La doncella y las sirvientas comienzan a traer trajes. Los hay de todos colores y formas: blancos, azules, marrones, grises, color de lirio, de violeta, de rosa; están todos los matices de la flora; unos muy escotados, otros poco, otros nada. Cada vez que se pone un traje me señala las medias, los zapatos, los sombreros y las «aigrettes» correspondientes. Los zapatos están en fila sobre un largo estante; más de cuarenta pares; los hay de todos los colores; altos, bajos, ni altos ni bajos. Las medias forman como un iris, con todas sus infinitas combinaciones. Todos los trajes le quedan admirablemente. «¡Precioso, hijita, precioso!--exclamo cada vez que se pone uno;--todo cuanto te pones te cae maravillosamente. Eres el prototipo de la elegancia, la cifra, compendio y resumen de la gracia femenil». Con presteza y soltura de actriz, la viudita se viste y se desnuda; dáse vueltas en el espejo, torna la cabecita, rubia y rulosa, hacia los hombros, para contemplarse el perfil; se arregla el busto; sus manos vuelan ligeras, raudas, del pelo al talle, del talle a la falda, en toquecitos rápidos, a los cuales obedecen las prendas con no sé qué docilidad animada, como dichosas de servir de ornato a tan retrechera y remonona criatura. De pronto se pone un traje negro, severo y elegante a la vez. --¿Y éste?--pregunto. --Para ir a misa a Stella Maris. ¿Te gusta? --¡Lindísimo, muy grave, muy chic!... --¡Oh, la gravedad chic es lo más chic de la gravedad! Hay que recordar, de vez en cuando, que una, es viuda. En la salita, colgado en alto, hay un retrato al óleo. Es un mozo de rasgos enérgicos, de bigote negro, con cierto aire tribunicio, de «mitinero» electoral, a cuya afición ¡ay! debió su triste fin, ya relatado en otra ocasión. La viuda vuelve hacia él sus grandes ojos azules, de Dolorosa de Rubens, y suspira: «¡Ay, Arturito, qué felices fuimos!...» Dos lágrimas resbalan por las mejillas de Margarita. El doctor Esquilón, inmortalizado en el óleo, adquiere en su mirada una ternura indescifrable. La viuda sigue llorando y arreglándose los lazos de un traje color crema que se ha puesto para que yo vea cómo le queda. --Ya no tiene remedio, hijita--la digo para consolarla y ahuyentar la triste visión. --Era muy bueno, Marianela, muy bueno. ¡Qué energía, qué brío! ¡Yo creo que hubiera ido lejos!... --¡Pobre!...; más lejos de lo que se ha ido...; pero es necesario, Margarita, olvidar. No te vas a encerrar, no te vas a recluir. --Eso digo yo. Tengo 24 años; viuda a los 20: ¡es horrible! ¿Qué te parece este traje?... --¡Precioso!... --Viuda a los 20...: ¿qué hago yo en el mundo? He guardado luto riguroso cuatro años...; las medias de este traje son aquéllas... y aquéllos los zapatos...; encerrada a los 24 años; suponiendo que viva 70, son... yo no sé cuántos... --Cuarenta y seis. --Cuarenta y seis de encierro. He llorado estos cuatro años... tú no sabes cómo he llorado... ¿te gusta aquella «aigrette»?...; ya no me quedan lágrimas. --Mucho, me gusta mucho. --Nunca tuvimos un disgusto. Era lo más complaciente...; aquel abrigo ¿te gusta?; es una salida de baile que imita al capote del kronprinz en campaña...; muy bueno era Arturo. No le puedo olvidar, hijita. En balde trato de distraerme... aquel gorrito ¡qué mono! ¿no? es para la playa...; le tengo siempre presente, y no creo que pueda volver a querer a nadie como... --¿Y estos palitroques?--pregunto, señalando unas varas que veo sobre un baúl. --Para el golf. En Mar del Plata hay que ir todos los días al golf. Me han hecho cuatro trajes para este deporte. --¿Irás también al Club? --No; sólo pienso ir al «Ocean»... Y, claro, al Brístol. Ya mi administrador ha escrito a don Pedro Mugaburu para que me reserve un departamento en el anexo, frente al mar. También me guardan mesa en el comedor, en el mejor sitio, a la derecha del caminito del centro, que es donde se coloca la «haut», toda la gente conocida. Es muy difícil conseguir este sitio; todos quieren estar allí, aunque no sean conocidos... --Para serlo. --Claro; así se va sabiendo que existen. Por fin, después de muchas cartas, don Pedro parece que lo ha arreglado todo; le ha contestado a mi administrador que esté tranquila, que tendré la mejor mesa, junto a la terraza y al lado del caminito para ver entrar y salir la gente. --¿Y para que te vean? --No, eso no me importa. ¿Quién se va a fijar en mí, en una pobre viuda? --Vamos... no sea hipócrita conmigo. ¿Piensas bailar? --Ahí tienes un problema que me está dando muchos dolores de cabeza. No sé qué hacer. Lo pienso y lo pienso día y noche y... no sé, no sé si me animaré a bailar. A tí ¿qué te parece? --Que debes bailar; no mucho, pero un poquito. --Es que si empiezo... no sé si me detendré; porque, hijita, a pesar de mis penas y de mis amarguras... es una cosa, Marianela, que bailo sola. --La juventud, Margarita, los fueros de la Naturaleza que se imponen a toda concepción triste de la vida. --No he querido ir en carnaval por eso, porque no sabía qué hacer. --El primer baile de una viuda me parece mejor en semana santa; está más en carácter. La primera noche un par de vueltas nada más, muy discretas, como cediendo a un compromiso muy insistente y muy inevitable. Luego, poco a poco, te vas lanzando. --Lo que más me preocupa es el primer baile; empezar; no sé cómo empezar, hijita; siento una cosa... así... vamos... que no sé cómo empezar. --No te preocupes; ya se encargará alguno de allanarte el camino, de iniciar el modo de dar las primeras vueltas. --¿Sabes lo que estoy pensando? Me gustaría bailar el primer baile contigo; que fuera como una humorada tuya. Así se rompía el hielo. ¿Por qué no vienes a Mar del Plata? Anda, vamos... --No puedo; estoy metida en un berenjenal, hijita, que no sé cómo voy a salir. --¿Por...? --Por lo de Inesita. ¿Sabes que se casa con Raúl, con mi cuñado? --Sí, ya me lo han dicho, ¡Pobre Carlitos Nuezvana! Creo que está desesperado, que ya no se pone agua de lino en la cabeza, ni siquiera se peina. ¡A lo que ha venido a parar el rey de los cipreses! ¡Qué destronamiento terrible! --Pues aquí me tienes luchando con todos, con Clotilde, con sus hermanas, con misia Melchora... --¡Pobre misia Melchora! Para su orgullo es un golpe terrible. ¡Hijita, los Nuezvanas lo llenan todo en Buenos Aires! Luego, claro, su cariño de abuela; verle así, tan desesperado al pobre chico. En fin, para la vieja es un golpe tremendo. --¿Y qué hacerle? --¡Ah, claro!; no hay qué hacerle. Si Inesita no quiere... no hay qué hacer. ¿Y por qué no te llevas a los muchachos, a Raúl e Inesita, a Mar del Plata? Invitas también a Clotilde, a la mamá de Inesita, y nos juntamos allí todos. La aparición de los muchachos en el Brístol sería todo un éxito. ¡Un noviazgo tan sonado...! Entrarían como los Reyes Católicos. En los salones del Brístol los noviazgos adquieren una solemnidad, una importancia que no tienen en ninguna otra parte. ¡Figúrate los comentarios, después de lo que ha pasado! En fin... ¡un exitazo para Raúl y para Inés! Vamos a Mar del Plata. --No sé lo que haré. Quizá en marzo, si logro arreglar las cosas. Ya se lo he dicho a Jorge y está conforme. --Hijita, tienes un marido ideal. --Así es, gracias a Dios. Pero hablemos de tí. Tú llevas algún plan a Mar del Plata. --¡Marianela!... Ninguno, ¡qué cosas tienes!... --No seas gazmoña, Margarita. ¿Qué tiene ello de particular? Es la cosa más natural. Eres joven, linda, rica. ¿Vas a vivir sola toda la vida? ¿No es justo, no es lógico que formes una familia? Ya sabes que yo soy buena amiga, discreta, que si te puedo ayudar en algo... --¡Ay, Marianela, demonio malo, que me estas sonsacando lo que no quiero decir...! ¡No me tires de la lengua, no me tires, no me tires...! --Vamos... no seas tonta. Si quieres que vaya a Mar del Plata y bailemos el primer baile, me tienes que contar... a ver, habla. --Pues, bueno; no hay nada; pero... puede haber. ¡Qué bien me vendría que me acompañaras a Mar del Plata! --¿Flirteo?... ¿Principio?... Iré si me necesitas. --Bueno; entonces te contaré. Aunque ya te puedes imaginar... --No digas más, Margarita, ¡no digas más!... ¿Ha vuelto? ¡Era de ley! --Ya sabes lo que pasó. Yo vacilé entre Arturo Esquilón y él; al fin me decidí por Esquilón, que ya había terminado la carrera. Y el otro, hijita, se quedó soltero, triste, aplanado; para él no había otra. ¡Me conmueve y arranca lágrimas esta fidelidad!... --Me lo explico, Margarita. Buen mozo, y tiene porvenir en la política. ¡Hijita, te da por los políticos! Creo que habla muy bien. --En público y en privado; y... sobre todo al oído... Da gusto oírle... --¿Qué es? --Muy guapo. --No, mujer, digo en política. --¡Ah!... conservador de la provincia; ugartista, mejor dicho. Hijita, los ugartistas no serán muchos, pero todos son lo más vivos, lo más inteligentes. Pero no hay nada, te digo que no hay nada todavía... --¿Está ya él en Mar del Plata? --No; va el sábado. --No hay nada, y sabes cuándo va... --No me sofoques, Marianela, no me sofoques!... --Y tú ¿cuándo vas? --El martes. --¿Y él lo sabe? --Sí... --¡Y dices que no hay nada!... --¡Vete, Marianela, vete; te echo, te echo!... Margarita me abraza y me besa en medio de un alborozo en que palpita a brincos su joven corazón. --¿Vendrás, Marianela? Mira que me haces mucha falta... --Iré. Después de arreglar lo de Inesita, iré a arreglar lo tuyo. Yo me desvivo por estos arreglos, en que se trata de hacer felices a quienes merecen serlo. Van a ser mis dos grandes obras del año. A ese ugartista lo pescamos, Margarita, ¡lo pescamos en Mar del Plata! ¡Iré, iré, adiós, adiós...! rusa, puesto que no puedo dar, en cambio, mi corazón, que ya no me pertenece. No merece tampoco misia Melchora ser engañada. Yo no puedo entrar en aquella casa, llena de tradición caballeresca, de noble altivez, de epopeya histórica. Me sentiría confundida ante los retratos que sirven de ornamento sagrado a los salones. El virrey, los conquistadores, el obispo de Chuquisaca, el oidor de Charcas, los patricios de la Independencia, el grande de España, todos los Nuezvanas, Ponces y Ebros que honran con sus virtudes las páginas de la historia, cobrarían vida en sus cuadros para mirarme airadamente y decirme: «¡Sal de aquí, falsaria, mentirosa, hipócrita, codiciosa!». Y tendrían razón. Yo andaría por aquellos salones azorada, aturdida, llena de vergüenza. Y las voces seguirían: «has venido aquí por dorar con los nuestros tu apellido oscurísimo; te has casado con Carlitos para apoderarte de «Los Chajales» y de toda la fortuna que nosotros legamos a nuestros descendientes; tú no estás enamorada de Carlitos, sino de sus tesoros: ¡eres una pérfida, una ambiciosa vulgar, una mujer despreciable, indigna de llevar nuestro nombre hidalgo y heroico!». ¡Ay, qué miedo, sobre todo cuando me mirara monseñor Nuezvana, el obispo de Chuquisaca, y me amenazara con el infierno, bien merecido por cierto! La misma mirada de misia Melchora no podría resistirla cuando escudriñara mis verdaderos sentimientos. ¡No, no!; pobreza, oscuridad, fatiga, todo es preferible a este remordimiento, a verse interrogada por tantos varones ilustres que fueron espejos de santidad y cifra y compendio de todas las virtudes caballerescas. Yo espero que misia Melchora, heredera de toda esta tradición, que ella sabe mantener tan dignamente, hallará buenas mis razones y guardará un poco de simpatía para esta pobre muchacha.